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La gran asignatura pendiente del papa Francisco: nunca se superó el clima de grieta para hacer posible su visita

Para el máximo pontífice de la iglesia católica, todo viaje es político. Y mucho más si esa visita es al propio país de origen. Lo supo Juan Pablo II, que pocos meses después de su elección visitó en 1979 la Polonia comunista y dejó un mensaje de resistencia a quienes combatían el régimen. Lo supo Benedicto XVI, que apenas días después de asumir el papado visitó su Alemania natal en 2005, también aludiendo a temas de actualidad quemante en Europa, como la convivencia entre cristianos y musulmanes.

Y, por cierto, lo sabía Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, quien en 2013 había viajado a Roma dejando atrás una Argentina signada por la «grieta», y sabía que era imposible que una visita suya al país natal no fuera interpretada en clave política.

Desde el primer momento, comenzó a especularse sobre cuándo y cómo sería la visita de Francisco. Dados los antecedentes de los anteriores pontífices no italianos, en la prensa se daba por descontado que no pasaría mucho tiempo, y que acaso Buenos Aires fuera su primer destino.

Sin embargo, fue el propio Papa quien se encargó de bajar las expectativas, con el argumento de que le esperaba una agenda complicada. Pero cuando, a cuatro meses de haber iniciado su papado, visitó Brasil sin hacerse tiempo para pasar por Argentina, empezó a quedar en claro que la agenda no era su única preocupación, sino el clima político imperante en su país natal.

Tras recibir en tres ocasiones a Cristina Kirchner, Francisco dejó trascender que le resultaría difícil viajar a Argentina antes de 2016. La fecha coincidía con el recambio gubernamental, lo cual en su momento se interpretó como un intento de equilibrio, en el que el Papa se había fijado el objetivo de contribuir a la estabilidad institucional del país -con su repetido mensaje «Cuiden a Cristina»– pero, al mismo tiempo, cuidando que esas señales de amistad no fueran confundidas con una toma de posición partidaria en plena campaña electoral.

Pero los años fueron pasando y Francisco, que llegó a visitar 66 países, incluyendo siete latinoamericanos, nunca encontraba el momento propicio para volver a su país. Fue Alberto Fernández, tras su visita al Vaticano en 2020, quien dejó en claro lo que todos ya sospechaban: que el Papa se había fijado una condición necesaria para pisar el suelo argentino, y que esa condición era la superación de la grieta política y que imperara un ánimo de reconciliación.

Esas palabras se interpretaron como que el Vaticano estaba al corriente de las críticas desde sectores políticos hacia la Iglesia y las posturas del Papa. Lo último que querían en la Santa Sede era que un viaje que atraería la atención mundial quedara empañado por manifestaciones políticas de repudio al pontífice. De hecho, ya en la visita a Chile en 2018 Francisco había sufrido una baja convocatoria de fieles, así como manifestaciones contra la iglesia por casos de pedofilia.

Fue así como el tiempo pasó y se cumplieron 12 años de papado sin que nunca se produjeran las condiciones como para que Francisco volviera a su país con una mínima garantía de que su visita fuera un motivo de unión nacional y no un factor adicional de controversia política.

Probablemente los libros de historia del futuro recogerán ese dato como uno de los síntomas más elocuentes sobre el clima social argentino a inicios del siglo 21: cambiaron los gobiernos, las ideologías, las agendas políticas y las orientaciones económicas, pero nunca se logró superar la cultura de la antinomia «ellos versus nosotros». La grieta fue más fuerte que el mensaje de fraternidad cristiana.

Elección con cacerolas de fondo

El momento de elección del Papa, en marzo de 2013, era particularmente duro en la política local, signado por los masivos cacerolazos de protesta y por las expresiones de intolerancia que se expresaban en los discursos, en los medios y en las redes sociales.

El propio Bergoglio lo había vivido en carne propia: durante todo el kirchnerismo, había vivido un sordo enfrentamiento con el gobierno. La señal más explícita de ello eran los viajes de Néstor Kirchner -y de Cristina luego- al interior del país cada 25 de mayo, para no escuchar un sermón que sabían sería crítico sobre la situación social del país. El entonces arzobispo también había asumido un protagonismo político cuando se convirtió en principal opositor a la ley de matrimonio igualitario en 2010.

La frialdad inicial de Cristina cuando Bergoglio fue elegido para ocupar el trono de San Pedro fue bien sintomática. Ni siquiera lo mencionó en su primer discurso, mientras la prensa afín al kirchnerismo recordaba acusaciones de complicidad con la represión en la dictadura militar. En contraste, la oposición anti-kirchnerista celebraba la llegada de Francisco como una victoria de su causa.

Y de inmediato se vio la dificultad para mantener la ecuanimidad respecto del Papa. El sector más conservador del peronismo demostró que no estaba dispuesto a dejar que un movimiento de fuerte raigambre nacionalista y católica desaprovechara el acontecimiento de un Papa compatriota. O, peor aún, que su imagen fuera cooptada por opositores como Elisa Carrió o Mauricio Macri.

Por eso, los más rápidos de reflejos, sacaron a relucir el dato biográfico de que Bergoglio, en su juventud, había manifestado simpatía por el peronismo y que había mantenido una relación cercana con la Guardia de Hierro, como se denominaba en los años ’70 al grupo peronista tradicional y nacionalista –el que se enfrentaba, en la feroz interna, al peronismo de la izquierda universitaria-.

Eran los días en que se veían «pegatinas» en las paredes de Buenos Aires con la foto del Papa y la frase «Argentino y peronista». Más tarde, el candidato Daniel Scioli tomaría como un eslogan de campaña el lema «Creo en Dios».

La fría relación con el macrismo

A falta de viajes de Francisco a Argentina, lo que abundó en los últimos 12 años fueron las visitas de argentinos al Vaticano. Presidentes, candidatos en campaña, líderes sociales, sindicalistas, figuras de la cultura y cualquiera con ansia de figuración buscaba su foto junto al Papa.

Y en el mundo de la diplomacia vaticana se sabe que -a falta de discursos, entrevistas y conferencias de prensa- el Papa se las ingenia para demostrar con claridad su gusto o malestar con el visitante de turno a través de una serie de gestos. Y es por eso que los periodistas suelen estar atentos a las sonrisas –o a su ausencia-, a los pequeños diálogos, a los chistes, a la calidez o frialdad al momento de las fotos, a los mensajes insinuados en la entrega de regalos.

Con Cristina Kirchner pasó de la desconfianza inicial a una relación amistosa y hasta de cierta sintonía ideológica, sobre todo cuando se publicó la encíclica «Laudato si» de 2013, en la que se condenaba explícitamente la «teoría del derrame» y se abogaba por una economía con mayor contenido social.

El momento de mayor frialdad del Papa fue con Mauricio Macri. Sólo se reunió una vez, y ni siquiera la presencia de la pequeña Antonia pudo disimular la incomodidad de la escasa sintonía. El encuentro apenas duró 22 minutos y la foto mostró a un Francisco de gesto adusto -todo un contraste con lo que había ocurrido días antes con el uruguayo José Mujica, declarado ateo, con quien mantuvo una reunión el doble de extensa, y plagada de sonrisas y gestos amistosos.

Lo cierto es que la tensión entre la Iglesia y Macri fue indisimulable durante los cuatro años de gestión. Después del frío encuentro de 2016 no hubo reuniones. Macri se permitió un dejo de ironía al enviarle mensajes de salutación cuando el pontífice surcó el espacio aéreo argentino para visitar Chile.

Y el Papa tuvo gestos que denotaron la falta de sintonía política. Por ejemplo, cuando devolvió una donación del Estado argentino a la fundación Scholas Ocurrentes, alegando que el país tenía otras prioridades para usar esos recursos.

A lo largo de esos años, el Papa envió cartas y rosarios a personajes ligados al kirchnerismo que habían sido presos o que estaban acusados de hechos de corrupción, como la activista social Milagro Sala. Y recibió a varias figuras enfrentadas con Macri, como Hebe de Bonafini y dirigentes de organizaciones piqueteras, como Juan Grabois, así como la cúpula de la CGT y de la agrupación juvenil La Cámpora.

Sintonía con Alberto Fernández, pero con mal clima

Con Alberto Fernández, parecía que, por fin, estaban dadas las condiciones para que el Papa volviera a su suelo natal. El nuevo presidente, en sus primeros meses, hizo gestos por superar la grieta y su visita al Vaticano, en 2020, mostró una sintonía con el pontífice.

A diferencia de lo ocurrido con Macri, en el encuentro con Alberto hubo buen humor. «Primero el monaguillo», le dijo el pontífice a Fernández cuando estaban por ingresar a la sala privada y el mandatario le hizo el gesto de que pasara primero.

También los regalos hablaron. El presidente pareció hacer una declaración sobre ciertos aspectos progresistas de su gestión, y por eso le dejó un «calendario inclusivo», un telar confeccionado por jóvenes discapacitados y un busto con la figura del Negro Manuel, un personaje del siglo 17 protector de Virgen del Luján, considerado como un beato.

El Papa, por su parte, entregó un medallón donde se representaba un olivo, una vid y una paloma. «Esto lo elegí yo, sean mensajeros de la Paz, porque esto es lo que necesita Argentina», le dijo Francisco. Y también le obsequió cinco libros, uno de ellos «Gaudete ex exultate», del siglo 15, del cual leyó en voz alta la «oración del buen humor» de Tomás Moro, como parte de los consejos al presidente.

Cuatro años atrás, Macri también había recibido el mismo medallón, con la explicación de que el olivo «une lo que está separado». Y, además, la encíclica «Laudato si», que era vista como una crítica a la economía neoliberal.

Pero a pesar de esos gestos de simpatía con Alberto, el Papa tomó nota de las crecientes tensiones sociales, entre las polémicas por la pandemia y el rebrote de la inflación.

Javier Milei, del insulto a la disculpa

Finalmente, con la elección de Javier Milei, ya la ilusión de que Francisco visitara el país se terminó de desvanecer por completo. El pontífice ya se encontraba con problemas de salud, por lo que espaciaba sus viajes, y en la campaña electoral de 2023, Milei había criticado con su característica agresividad las posturas de «inclusión social» del Papa, a quien llamó «el representante del maligno en la Tierra».

Una vez electo, Milei se disculpó en público y fue recibido en el Vaticano por Francisco, quien minimizó aquellas declaraciones y hasta se permitió algún chiste referido al peinado del presidente. Igual que sus antecesores, Milei también invitó al Papa a visitar el país, pero ya nadie se hacía ilusiones.

Francisco ya estaba en silla de ruedas y Argentina veía subir otra vez el termómetro de la grieta política, con un presidente que en su primer discurso ya diferenciaba a los «argentinos de bien» de quienes quieren vivir del trabajo ajeno.

Finalmente, a nadie extrañó que el Papa argentino no haya regresado nunca a su viejo barrio de Flores. La propia Argentina no lo permitió. Acaso haya sido una de las insatisfacciones que Bergoglio se llevó a la tumba.

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