InicioSociedadJuventud vulnerable, pedagogía del disciplinamiento y estética del uniforme

Juventud vulnerable, pedagogía del disciplinamiento y estética del uniforme

El 29 de mayo pasado, el vocero presidencial Manuel Adorni anunció la puesta en marcha de un Servicio Militar Voluntario destinado a jóvenes de entre 18 y 28 años. Según lo expresado por el funcionario, el programa estará a cargo del Ministerio de Defensa –en coordinación con el de Capital Humano-, y combinará instrucción militar con capacitación en oficios y formación en valores como “el esfuerzo, el valor, la disciplina y el amor por nuestra Nación”.

El anuncio se suma a la reactivación, meses atrás, del Servicio Cívico Voluntario en Valores, impulsado por la ministra Patricia Bullrich, ejecutado por la Gendarmería Nacional y bajo la órbita del Ministerio de Seguridad. Ambos programas comparten un mismo enfoque: la utilización de estructuras castrenses para abordar la problemática social de la juventud excluida.

Lejos de constituir una serie dispersa de políticas, esta secuencia de medidas evidencia una estrategia coherente donde el Estado reconfigura su vínculo con la juventud más precarizada. En este enfoque, los jóvenes excluidos son construidos no como sujetos portadores de derechos, sino como focos potenciales de inestabilidad, ante los cuales la respuesta estatal se define en clave de orden y disciplina.

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De este modo, se sustituye la lógica de ampliación de oportunidades por una política de encuadramiento normativo, y la promoción de derechos por una obediencia jerárquica que entra en tensión directa con los principios de autonomía, libertad responsable y ciudadanía crítica. El resultado es un modelo de gestión simbólica de la marginalidad, más orientado a producir su contención visible que a revertir sus causas estructurales.

Los jóvenes, “un problema social”

En este marco, los jóvenes sin acceso a educación o trabajo estable son comprendidos como un «problema social» que amenaza la armonía colectiva, lo que activa mecanismos de control en lugar de garantías. Se consolida así un proceso de securitización simbólica, donde la exclusión se reinterpreta como riesgo, habilitando la intervención estatal desde dispositivos verticales.

Esta lógica promueve la pedagogía del castigo como vía de incorporación social: se propone formar en “valores” mediante instituciones castrenses o de seguridad, desplazando las herramientas genuinas de la formación ética autónoma.

En lugar de fortalecer una pedagogía de la responsabilización personal —basada en el pensamiento crítico, autonomía y la autodisciplina—, se impone una moral de la obediencia, muchas veces justificada desde un discurso meritocrático que desconoce las desigualdades estructurales. Pero quizá lo más interesante es lo paradojal de esta narrativa gubernamental, donde se transparenta una contradicción manifiesta cuando se lo compara con el ideario liberal proclamado, que presupone sujetos libres, capaces de autodeterminarse, no adoctrinados por estructuras jerárquicas estatales.

En lugar de asegurar el acceso equitativo a bienes públicos fundamentales (educación, salud, empleo digno), se acentúa el rol de un Estado corrector, que interviene sobre los efectos visibles de la exclusión (conductas, hábitos, apariencia) y no sobre sus causas estructurales.

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Otro eje fundamental de esta narrativa es la sobrevaloración de la estética del uniforme como símbolo de orden, redención y pertenencia. El uniforme aparece como pasaporte de legitimidad social. Quien lo ostenta se presume «corregido», «disciplinado» y por ende digno de integración. Esta iconografía estatal del orden, establece jerarquías simbólicas que consolidan la figura de lo castrense como fuente legítima de valores, en detrimento de otras institucionalidades como la escuela, la familia o las organizaciones comunitarias, cuya función formativa es ignorada o deslegitimada.

Así, se consolida un estereotipo pedagógico peligrosamente selectivo: quien forma en valores es el militar, el gendarme; y quien no puede hacerlo —según esta visión— es el docente, el referente barrial o el educador popular.

Un modelo contradictorio

Este proceso excluye epistemológica y simbólicamente otras formas de producción ética, aquellas que se fundan en la reflexión crítica, el diálogo intersubjetivo, la autonomía progresiva y la responsabilidad compartida. El uniforme militar, entonces, no sólo sustituye la pedagogía, sino que encarna una moral de la obediencia en reemplazo de una ética de la libertad responsable.

En suma, las medidas gubernamentales enmarcadas en esta lógica no pueden ser comprendidas como meras respuestas públicas a un problema. Son, en realidad, expresiones de una concepción ideológica más profunda: una que traslada la responsabilidad por la inclusión desde el campo de los derechos hacia el campo de la obediencia, y que promueve una forma regresiva de estatalidad, centrada en el castigo, el orden y la exclusión simbólica de otras pedagogías posibles.

Este modelo, que se autopercibe liberal, resulta profundamente contradictorio: reivindica la libertad, pero actúa desde el control; invoca la autonomía, pero impone disciplina; exalta al individuo, pero lo uniforma. Frente a esto, se impone el desafío de pensar políticas públicas que formen en libertad, no en obediencia, que restauren derechos, no que uniformen existencias.

(*) Director de las Diplomaturas de Seguridad Ciudadana y de Cs. Forenses e Investigación Criminal – Universidad Blas Pascal

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