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El consenso democrático en la Argentina retrocede?

Nos encontramos en el desafío de un nuevo año electoral en la Argentina. Sin embargo, el prolongado año electoral coexiste con una creciente preocupación sobre el derrotero de una democracia en nuestro país que cumple en diciembre 42 años de vigencia institucional y enfrenta un deterioro del consenso político sobre el que se ha respaldado.

Todo consenso político se funda en algún principio de acuerdo sobre reglas (formales o informales) y/o valores. En el terreno particular de los valores, podemos establecer la existencia mínima de un consenso democrático en la medida en que resulta factible reconocer al menos dos condiciones básicas: existencia del mutuo reconocimiento de los actores como adversarios y al mismo tiempo como interlocutores legítimos, y la exclusión del uso de la violencia física y simbólica para dirimir la disputa política.

El retorno de la democracia en 1983 trajo aparejada la emergencia de un conjunto de prácticas políticas más bien acordes con cierto estilo consensual: la unidad partidaria frente a la sublevación militar de Semana Santa en 1987, los acuerdos que hicieron posible la reforma constitucional de 1994, la experiencia cuasi coalicional de Eduardo Duhalde y la conformación de la Mesa de Diálogo auspiciada por la Iglesia Católica en el marco de la crisis social de 2001/2002 constituyen algunos emblemáticos ejemplos de una mayor inclinación al compromiso, independientemente del juicio de valor que puedan merecer esas iniciativas de “unidad en la diversidad”.

El conflicto entre un novel gobierno de Cristina Fernández y las organizaciones agropecuarias en los primeros meses de 2008 sobre la “resolución 125” constituyó una bisagra, en la medida en que reinstaló una dinámica de confrontación prácticamente abandonada desde el retorno de la democracia, en 1983, en una transición de una política como expresión de compromiso hacia una visión agonal de esta: la competencia política se dirime ya no entre adversarios, sino entre enemigos irreconciliables (por momentos ma non troppo).

El retorno de la confrontación trajo aparejada la emergencia/enunciación de una serie de expresiones tendientes tanto a la descalificación del adversario (ahora enemigo político) como a la exacerbación de divisiones (pre)existentes en la sociedad argentina; en este contexto aparecieron durante el kirchnerismo términos de dudosa capacidad explicativa, pero de indudable eficacia persuasoria, como la categoría de “destituyente” o la utilización de expresiones tendientes a la animalización de los líderes políticos y/o de los espacios políticos representados por esos líderes como el “gato”, la “yegua” y la reaparición del término “gorilas”.

La experiencia de Javier Milei profundiza el antagonismo en el plano narrativo mediante el uso de expresiones como “la casta” para referirse a la clase política y en la actualidad a los medios de comunicación independientes, “ratas” para caracterizar a diferentes actores con representación en las instituciones legislativas, y “mandriles”, “econochantas” o “ñoños republicanos” referidas a segmentos que manifiestan su disenso con diferentes aspectos de la política oficial, sean estos de índole sustantiva o formal.

Un gobierno débil y al mismo tiempo con una inocultable vocación hegemónica y un presidente bifronte que no ha logrado resolver el dilema entre el profeta de vocación y el político pragmático de profesión: La Libertad Avanza, en la confrontación. Estamos ante a un contexto político caracterizado por una disminución de la tolerancia hacia el adversario, un debilitamiento del consenso acerca de la exclusión de la violencia, verbal y física como recurso y el eterno retorno de las “fantasías priistas” en los sucesivos oficialismos gobernantes. Como en esa broma que se suele realizar en la red social X, no importa (desde 2008 hasta nuestros días) cuándo escribas esto.


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