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Mundos íntimos. El “Hotel Ideal”, donde trabajaba mi abuela, era pequeño y de pueblo. Pero yo lo veía como la puerta del mundo.

Mi abuela Juanita trabajó más de treinta años como conserje, mucama y cocinera (todo junto) en el Hotel Ideal de Leones, un pueblito-ciudad de menos de diez mil habitantes de la provincia de Córdoba, donde fui su huésped vitalicio todos los veranos de la infancia. Aunque, quizá, la palabra “huésped” es inexacta porque yo era su ayudante en las tareas más variadas. Lo cierto es que mi abuela nunca viajó más allá de los límites de Leones, entre el campo y la ciudad, hasta muchos años después, cuando pudo acceder a una jubilación por moratoria. Y yo, a esa edad, apenas si salía de Leones cuando mi tía-abuela Chichina me llevaba a visitar a sus parientes en las localidades cercanas. Por eso, los días felices en el Hotel Ideal fueron las únicas vacaciones que podíamos tener juntas debido a nuestra pobreza rural extrema (sí, escribo juntas porque siento que mi abuela es y será parte de mi devenir femenino, de mi vida “queer”).

La mirada de la niñez magnifica todo. Desde esos ojos recuerdo con una rarísima intensidad las dimensiones colosales del hotel, con un patio y estacionamiento inmensos. Si hoy pudiera volver, ¿sería así de grande? No lo sé, pero apenas pasabas por las puertas de roble con vidrios biselados, se extendía un piso cuadrillé en blanco y negro que, para mí, era el tablero de un ajedrez humano gigante donde saltaba siguiendo alguno de los colores como si fuera un peón.

El hotel de Leones donde transcurrían los veranos de Cristian Molina junto a su abuela que era conserje, mucama y cocinera El hotel de Leones donde transcurrían los veranos de Cristian Molina junto a su abuela que era conserje, mucama y cocinera Sobre él, estaban las mesas del bar con un mantelito bordó, donde se disponían ceniceros y floreros. Pero lo que embestía en el ingreso era el olor a hotel, una mezcla de líquido de lampazos y perfumes químicos que hundía en un ambiente absolutamente diferente al de nuestro ranchito rodeado de un cañaveral. Ese aroma era el inicio de un viaje posible.

No estoy seguro de la edad que tenía cuando comencé a ir. Sé que asistía a jardín de infantes, porque mamá trabajaba en la limpieza de casas de familia de los dueños del hotel y me pasaba a buscar por la escuela antes. Entre el hotel y esas casas, se abrían mundos desconocidos para mí y la constatación de una diferencia insalvable en los modos de vida. No necesité viajar a Narnia, o al País de las maravillas, para tomar consciencia de que eso ya existía en un universo paralelo al de la pobreza. Sin embargo, no recuerdo con dolor esa diferencia, sino con disfrute.

Cristian Molina y su abuela cuando él la llevó a conocer el mar a Villa Gesell.Cristian Molina y su abuela cuando él la llevó a conocer el mar a Villa Gesell.Yo, el nieto de la encargada y el hijo de la chica de la limpieza, podía entrar a ellos y conocerlos. Llegar al hotel me hacía vivir en otro mundo y emprender unas travesuras fascinantes con esa mujer que había venido del campo, hija de piamonteses que lo perdieron todo.

La nona Juanita siempre fue ocurrente y bromista. Se burlaba y aún se burla hasta de sí misma, con una crudeza que no resiste ninguna deconstrucción progresista. Un día, habíamos hablado mal de la dueña mientras limpiaba y yo la acompañaba por el recorrido. Cuando la señora llegó, por la tarde, yo me encontraba detrás de una caja registradora enorme, con teclas redondeadas de metal, jugando con los números y las letras.

Mi abuela tenía la costumbre de balbucear chistes mientras los demás hablaban y ya no recuerdo qué bisbiseó esa vez, pero sí, que mi risa fue incontrolable. Miraba a la mujer y me reía sin parar, hasta el punto de que la señora se molestó y pidió que deje de reírme de ella. No pude hacerlo. Fue peor. Mi abuela se zangoloteaba alterada detrás del mostrador sin saber qué hacer. Yo me tiré al suelo y me revolcaba como una foca furiosa mientras la nona Juanita mentía y decía que “No, señora, se ríe de los nervios”. Por la noche, mientras las dos comíamos en la cocina, ella reprochaba cómo me había reído así, que la retaron. La burlista había sido cazada, pero lejos de sentirse mal, nos tentamos de nuevo por toda la escena ante las barbaridades que decía.

Un punto aparte merecen las vecinas y vecinos de Leones que pasaban la tarde o la noche con sus amantes. Los cuartos que les asignaba se encontraban sobre una escalera del patio que daba a la terraza. Ella le tenía terror. Insultaba en piamontés siempre que subía. Cuando la acompañaba a limpiar esas habitaciones, me acercaba a la baranda para mirar la plaza de enfrente desde arriba y ella me amonestaba con profundo énfasis.

Ahora que lo pienso, la asignación de esos cuartos a las parejas de amantes era sintomática: les daba las que sufría. Aunque después disfrutara esas visitas, porque la oía contarle los chismes a Simón, el encargado, o hablar por teléfono con sus amigas, o en las veredas con otras, respecto de “los cuernos” que adornaban algunas cabezas. Esos momentos en que entraban los huéspedes con sus amantes yo los reconocía porque ella cambiaba la fisonomía. Se ponía seria, como si su gestualidad amonestara, sin embargo, aquello de lo cual se reiría y que sería motivo de inmensas diversiones después. Para mí fue un aprendizaje rápido: la doble moral existía, la fidelidad era una cosa irreal y allí se caía la hipocresía. Por eso, lo Ideal del hotel era solo un nombre que no resistía su adentro.

También existían otras diversiones: los viajeros. El alojamiento recibía tres tipos, la mayoría varones, salvo que fueran en pareja. Nunca atendí a una mujer sola. Algunos eran trabajadores del ferrocarril cuya estación quedaba casi enfrente, cruzando las vías. Otros eran viajantes y peones rurales golondrinas. Por último, se alojaban viajeros de paso, turistas con frecuencia. Con todos tenía el juego, a veces, de conducirlos a las habitaciones. Yo no conocía los números aún, pero sabía a qué cuarto correspondía cada llave.

Una vez que dejaban sus datos, mi abuela me solicitaba que los acompañara. Entonces, en varias oportunidades, les daba de manera errónea las indicaciones, adrede. Los hombres se quejaban de que la llave no abría hasta que advertían que su número no coincidía con el de la puerta. Una vez, hice salir a otro huésped de su cuarto por el forcejeo al que había inducido al recién llegado. Fue extremo. No lo hice más porque ambos actuaron una performance violenta que me asustó. En líneas generales, algunos se reían, otros se enojaban con el error planificado. Sin embargo, yo, en ambos casos, era implacable: los miraba con cara lastimera e inimputable. Después de todo era un nenito, cómo no iban a confiar en mí: los tontos habían sido ellos.

Había otro juego más desafiante y tenso que ejercía con meticulosa paciencia. Mi abuela sabía de este, de los otros, no. Lo había presenciado varias veces y hasta, en el fondo, lo alentaba. En un rincón del bar, cerca de las puertas que llevaban a los pasillos de las habitaciones, se abría una cavidad con la sala de televisión en blanco y negro.

Ahí nos pasábamos las tardes y noches mirando las mejores telenovelas. Por ejemplo, “La extraña Dama”. ¡Qué hermoso era el tema de Valeria Lynch resonando por el bar a esas horas! En ocasiones, había un tipo de huésped que se apoderaba del televisor. Un viajante, cierta vez, se sentó en el sillón del medio y me obligó -a mí- a cambiar de canal. Puso un partido de fútbol. Esos momentos que cortaban la rutina de mirar tele con mi abuela eran una tragedia. Pero también, la declaración de guerra. A quien tenía ese tupé, me acostaba en el sillón a mirarlo con carita de enojado o de tristeza, fijamente.

En muchas oportunidades, el desafío era hacerles sentir la incomodidad, la intromisión y abandonar la sala. Solo unos pocos se quedaban, haciendo valer su máxima capitalista de que el cliente tiene la razón. Esas derrotas eran horrendas, pero las oportunidades en que mi actuación funcionaba y recuperábamos el control de la perilla, yo y mi abuela nos rodeábamos de una alegría festiva desde la que, incluso, a veces vitoreábamos a dúo las canciones de las novelas como dos desubicadas.

Uno de los juegos fue el más íntimo. Había un tipo de viajero al que mi abuela le otorgaba la mejor habitación. Venían en autos último modelo; me los imaginaba por la ruta nueve camino a lugares hermosos y desconocidos. Cuando los acompañaba, lejos de irme, me quedaba en el pasillo, oyendo y fantaseando con los sonidos de sus movimientos tras la puerta. Al otro día, mi abuela iba, limpiaba, cambiaba las sábanas, las toallas, el jabón y yo esperaba la siesta, robaba las llaves del tablero y me encerraba a dormir: me convertía en esos viajeros. Dormía como ellos, imaginaba paisajes, autos, ciudades en los que podía estar en ese momento. Convertido en ellos, una vez me quedé dormido y los gritos de mi abuela desde la cocina me despertaron asustado. Acomodé rápido la cama y salí. La cuestión era cómo devolver las llaves sin que la nona Juanita se diera cuenta de todo. No fue difícil, las dejé caer en el suelo, debajo del tablero y me hice el sorprendido porque se habían zafado. Ese juego de ser otros, disimuladamente, me permitió disfrutar mundos que no eran nuestros.

Hoy, el Hotel Ideal ya no existe. Los cierres de ferrocarriles en los ’90, la desaparición de los trabajadores golondrinas en la zona por la llegada de la soja transgénica y las transformaciones de la autopista Rosario-Córdoba, así como la apertura de hoteles contemporáneos marcaron su final. En un momento, intentaron modernizarlo, pero le restaron tanta autenticidad a sus aires anacrónicos, que el negocio no funcionó. Probaron, incluso, convertirlo en un geriátrico que tampoco prosperó. Mi abuela dejó de trabajar ahí durante esos años, mientras yo ingresaba a otro mundo, la secundaria, que me permitiría, poco después, tomar la ruta nueve y construir una vida en la gran ciudad: Rosario.

También la nona Juanita se convirtió en huésped y viajera de otros hoteles. Suele venir a Rosario, se queda acá quincenas enteras, como si ahora ella fuera mi huésped. No sé qué travesuras hará en casa a mis espaldas. Pero poco después de que me contara unas historias impresionantes que terminaron en el libro “La Juanita. Su película” (Baltasara, 2021) me confesó que, si bien conocía las montañas, nunca había visto el mar.

Le prometí que la iba a llevar a mojarse los pies, y las dos partimos en 2022, a Villa Gesell, donde quedó muda e hipnótica ante la cantidad de agua que ocupaba toda su visión. Tus padres cruzaron todo eso para que vos estés acá, le dije. Ella solo me miró, llorisqueando. Yo sabía que no podía entender cómo habían hecho. Le prometí que, alguna vez, si el tiempo nos alcanzaba, íbamos a conocer Italia. Ese sueño, aún, no fue posible. La eterna inestabilidad económica del país lo pone en suspenso cada vez más. Sin embargo, lleguemos o no, nosotras ya fuimos huéspedes del mundo entero, cada vez que a la siesta, yo entraba a soñar en alguna habitación del Hotel Ideal.

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Cristian Wachi Molina (1981-Leones) es poeta, narrador y performer. Se dedica, además, a la docencia e investigación literaria. Ha reseñado y publicado ensayos en diversos medios académicos y gráficos. Es Vicedirector del Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (UNR/CONICET), Subdirector de Posgrado y Director del Centro de Estudios en Otras Literaturas de la UNR. Ha sido coordinador de Residencia del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Sus libros: “Blog “(2012), “Lu Ciana” (2013 y 2022), “Wachi book “(2014), “Un pequeño mundo enfermo” (2014), “Machos de campo” (2017), “Sus bellos ojos que tanto odiaré” (2017), “Gerarda, la mutante” (2019), “Poesía Molotov” (2020), “La Juanita. Su película “ (2021).

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